A los terapeutas y psicólogos les quita el sueño uno de los problemas con que habitualmente se encuentran más a menudo dentro de sus consultorios: la falta de auto estima de algunos de sus pacientes. En su trabajo cotidiano dentro de sus consultorios, tratan de reforzar y estimular la misma con las técnicas y procedimientos más sofisticados y novedosos. La mayoría de tales procedimientos, a nuestra manera de ver, fracasan en el logro de su intensión –reforzar o consolidar verdaderamente la autoestima– pues fallan inicialmente en el diagnóstico, dado que consideran al origen de la falta de auto estima como un producto de origen meramente psíquico cuando en realidad tiene orígenes antropológicos, filosóficos y metafísicos. Son estos orígenes metafísicos los que luego, en la vida cotidiana de las personas, manifiestan una resonancia dentro del ámbito psíquico. Con esta afirmación no negamos, por supuesto, que el problema de la autoestima tenga manifestaciones y resonancias de importancia dentro del campo psicológico; lo que manifestamos es que su génesis no proviene de dicho campo, y por los tanto, tampoco puede provenir de allí su solución.

San Agustín comienza sus “Confesiones” preguntándose si esta vida humana es una vida mortal o una muerte vital. El obispo de Ipona, lo que pone sobre el tapete con dicho cuestionamiento, es la realidad de la contingencia y de la finitud de la vida terrenal del ser humano. Su modo de ser no es un modo pleno y perfecto de ser, aunque tampoco es una “nada”. La vida del ser humano en esta tierra se encuentra como a medio camino entre la plenitud de ser y la nada. Existe, pero existe limitadamente. De ahí su finitud. Existe, pero podría no existir. De ahí su contingencia. Finitud y contingencia hacen que la identidad del ser humano para sí mismo se vea seriamente comprometida. Su identidad para consigo mismo, su valor propio, su auto estima, emerge entonces inicialmente construida en forma precaria. El ser humano no sabe bien quién es él mismo, pues se sabe existiendo limitadamente. Tampoco sabe cómo es, pues su modo de existir es precario, debatiéndose entre la posibilidad de no ser que le plantea su propia muerte.

Para quien existe, pero podría no existir, y para quien existe, pero lo hace limitadamente, el valor percibido sobre el sí mismo es inicial y contundentemente limitado. ¿Cómo podemos creer que valemos mucho si somos seres limitados, finitos? ¿De qué manera podemos consolidar nuestro valor sobre nosotros mismos si, a la vez que existimos, podríamos nunca haber sido? Y además, nos acecha la idea de la muerte, del fin más supremo, nuestro propio término.

La conciencia de esta realidad, que se debate entre la finitud y la contingencia, es la que construye precariamente nuestra autoestima. Pero, como dijimos, dado que su génesis no es intra psicológica, tampoco lo es su solución, por mucho que les pese a los terapeutas. Ninguna técnica psicológica va nunca a ayudar a alguien a construir realmente su autoestima. Podrá brindar soluciones momentáneas y parciales, que acabarán por derrumbarse en poco tiempo, pero nunca podrá proveer de una solución radical y final.

Para encontrar una verdadera solución a este tema hay que atreverse a filosofar, a tratar filosóficamente los aspectos mencionados sobre la realidad del ser humano. Esto, por supuesto, puede realizarse dentro del espacio terapéutico pero, ¿qué terapeuta o piscólogo se encuentra capacitado para hacerlo?